22 junio – 31 agosto 2024
La Bisbal d'Empordà
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Por cuarto año consecutivo, las galerías Bombon y Prats Nogueras Blanchard se complacen en presentar en L’Antiga Farinera de Corçà (Empordà) su proyecto colaborativo de verano, con la exposición Enlaire, que abre al público el próximo 22 de junio y que se podrá visitar hasta el 30 de Agosto.
(Horario de Martes a Domingo de 17.00 a 21.00h )
Enlaire (Hacia arriba). Un relato de verano
– Texto de Anna Dot
El calor la chafa, como si le deshiciera la carne. Todo le quema y todo le pesa. Todos los alimentos han dejado de generarle interés. Su cuerpo sólo quiere melón, sandía, helados y agua. Mucha agua. Con la nevera de camping se ha hecho una mochila y la lleva llenísima. Ha cortado las sandías, convirtiéndolas en cuadrados, para que encajen perfectamente con la forma de la nevera. Le pesa un quintal, pero ahora mismo es una cuestión de supervivencia, de vida o muerte literal. Recuerda que antes de ayer decidió huir de la ciudad definitivamente cuando vio cómo se incendiaban las sandalias de esparto de una mujer que esperaba en la parada del bus. El asfalto al rojo vivo lo estaba abrasando todo. Cualquier cosa entraba en combustión. Incluso su salud mental y la de los que la rodeaban. Una semana atrás empezaron las alucinaciones. Y no eran sólo suyas, no. Eran colectivas. Alucinaciones de verde, de bosque, de humedad, de frescura que acaban muy mal, una pura pesadilla. Se dio cuenta el último día antes de las vacaciones, al hacer su última visita guiada a turistas al Pabellón Mies van der Rohe.
Mientras explicaba a sus oyentes extranjeros las particularidades de la arquitectura moderna de principios del siglo XX y del funcionalismo, la voz se le cortó, interrumpida por un bochorno aplastante. Cerró los ojos un momento y buscó la botella de agua en el bolso que llevaba para dar un trago. Al volver a abrir los ojos toda la casa estaba rodeada de selva. Y no solo lo veía ella. También los turistas japoneses, italianos, alemanes y también una brasileña experta en arquitectura que hizo saber al grupo la similitud entre aquel lugar y la Casa de Vidrio de Lina Bo Bardi. Al cabo de poco toda aquella vegetación medio tropical entraba dentro del edificio y el cielo se nublaba, como si fuese a llover. Incluso se oyeron algunos truenos y el suelo y las paredes medio tambalearon. Nuestra protagonista se acercó a una de las palmeras, para tocarla y, al acercar la mano, notó una fuerte quemadura que le hizo ver sus propios dedos en llamas. Se echó hacia atrás y la visión desapareció. Ella y todo el grupo se encontraban en una zona iluminada por el Sol que entraba de fuera. La temperatura allí, tras los cristales, debía de ser de unos 39 grados. Se disculpó ante el grupo y, argumentando un mareo propio del verano febril que estaban viviendo, anunció todavía medio desvariando que la visita acababa ahí. Nadie se quejó y todo el mundo fue yéndose.
Tal era el calor, que una ceramista experimental había empezado a utilizar la calle como horno para cocer sus obras. La candencia del ambiente hacía que las piezas quedaran con un acabado caracterizado por algunas explosiones puntuales de la materia y una apariencia de objeto semideshecho. Al verla trabajar así, algunos restaurantes habían intentado cocinar, también, en el espacio público. A pesar de que lo conseguían, no convencieron a la clientela. La gente ya no quiere comer nada caliente. También hubo el caso de un popular mago poeta, que decidió sacar sus magias a la vía pública, para entretener a los pobres ciudadanos que no podían irse del núcleo infernal. Lo que le pasó es que al intentar hacer el primer truco, en que necesitaba un dado, este empezó a deshacerse y, antes de que perdiera la forma del todo, lo manipuló con las manos como quien redondea un trozo de plastilina, y lo convirtió en un círculo. ¡Un dado convertido en dado redondo! Eso sí que es magia y eso sí que es poesía. La gente aplaudió, maravillada, y él corrió hacia casa a guardar la pieza en la nevera, antes de que quedase hecha un charco. Y todas estas experiencias que, narradas así pueden parecer del todo extraordinarias, para nuestra protagonista, que las vivió de primera mano, eran señales de que todo se estaba yendo a pique y que la urgencia de huir de allí era cada vez más inminente. Así pues, calzando unas sandalias de plástico la suela de las cuales se fue fundiendo a medida que se acercaba a la salida de la ciudad, abandonó el casco urbano a media noche, con la mochila-nevera cargada a la espalda y una linterna frontal en la cabeza, por la parte que llegaba antes al bosque de pinos que, poco después, conducía a la playa. Tenía que ir con cuidado de que no le pillara el Sol a medio camino o su cuerpo no lo aguantaría. Le daría un ataque al corazón como a tanta gente le estaba pasando en los últimos veranos de ardor insoportable.
Llegó a los pinos a las seis de la mañana, cuando los primeros rayos solares ya empezaban a poner color a las cosas. Intentó dormir allí, como pudo, entre el alboroto de las cigarras que hacían resonar sus cantos maléficos a primera hora del día. Cerró los ojos y vio el infierno en el que estaba. Cada aguja de pino en el suelo era una llamarada pequeña, de no más de un palmo de altura. En medio de ellas había dos cuerpos estirados, medio invisibles. Sus almas los habían dejado ahí, escapando de aquel lugar dantesco. De las ramas más bajas de los pinos de alrededor de la escena colgaban unas mantas extrañas que se camuflaban con los colores del paisaje. Parecían tapices. Una de ellas tenía una mancha totalmente dorada, como el ardor de un campo de trigo amarillo y seco que espera la cosecha de pleno verano. Si había pensado pasar el día allí, ésta había sido una mala idea. Los bosques de pinos no refrescan, aman el fuego porque es el elemento que los ayuda a reproducirse. Cuando las piñas maduras reciben el calor de un incendio, se abren y sus piñones caen esparciéndose y ocupando los espacios de tierra que las llamas han limpiado de otras plantas. Sobre aquel suelo libre, los piñones pueden germinar y de ahí crecen pinos. Definitivamente, no se encontraba en buen sitio. Decidió aprovechar que todavía era temprano para comerse un trozo de melón medio fresco de la nevera y seguir su camino.
A las siete de la mañana de ayer se la pudo ver andando hacia el mar. Buscaba todas las sombras que podía, incluso las que encontraba bajo las piedras grandes o las que se imaginaba bajo los aviones que pasaban de vez en cuando por aquel cielo radiante. Finalmente, llegó a la playa antes del mediodía. Descalza, con las plantas de los pies medio quemadas. Corrió en dirección al agua esquivando al gentío, saltando cómo podía por los extremos de las toallas de los otros para evitar tocar la arena abrasante. Dejó todas las cosas en primera línea del agua. Allí donde los niños juegan a hacer castillos y algunos adultos pasean refrescándose los pies. Y se adentró en el mar, sin ni pensárselo, sin ni siquiera quitarse el vestido finísimo de colores que llevaba. Le daba igual. Había escapado del infierno. No sabía dónde iría ahora, no tenía ningún plan. Empezaban las vacaciones y se las podía pasar allí, dentro del agua salada. Saliendo de vez en cuando para abrir la nevera e hidratarse con algo. El resto le daba igual, no le importaba nada más. Dio la espalda a la arena y miró el horizonte. Veía gente flotando sobre colchonetas, donuts, flamencos, arcoíris y otras formas de colorines hechas de plástico hinchable. Miró lejos, tanto como pudo, y allá vio un unicornio que flotaba y trotaba al ritmo del oleaje. Encima suyo había una niña fina como una hoja de papel que, de repente, alzó el vuelo. Una corriente de aire se la llevó. Su cuerpo parecía una plancha líquida de algún material terroso, un tipo de barro, delgado y húmedo, teñido por el verde del bañador que se le había fundido encima. Voló mar adentro y desapareció. ¿Otra alucinación o es que la torridez veraniega nos vuelve clarividentes?
Nadó hasta unas piedras altas, una especie de islote pegado a la costa que en aquel momento podía dar una mínima sombra. Salió del agua y se estiró allí, cerca de la sombrilla de una familia sueca. Y se durmió.
Se ha despertado hoy, de madrugada. Debían de ser las 4 o las cinco de la noche. Lo ha intuido por el horizonte, que ya dejaba ver las puntas de los rayos de Sol que se acercaban. Ha visto, en el agua, un unicornio como el de la niña evaporada. Ha nadado hasta él y se ha estirado encima. El tranquilo oleaje le ha permitido seguir durmiendo. Y allí, tumbada sobre el animal mitológico flotante, ahora abre un ojo y después el otro. Es de día y ya hay alboroto de las familias tempraneras que buscan lo mismo que ella, huir del infernal verano. Las mira a todas y se tapa con una mano del Sol. Que no le toque la cara. El cielo le parece rojo, como las resistencias ardientes de las estufas eléctricas antiguas. Desea fundirse en una pieza de barro húmedo, o en una bocanada de agua que el Sol pueda evaporar como hizo con la niña de ayer y que pueda levantarse cielo arriba, como si todas sus células fueran globos de helio. Y allí arriba se encontraría con partículas de polvo y moléculas de agua helada, de las que conforman las nubes, y seguramente tendría frío, pero ya le iría bien. Y quizás después caería, empujada por el chubasco de verano de media tarde, el que hace correr a todo el mundo fuera de la playa. Y ella caería al agua salada, volvería al mar convertida en molécula y descubriría otras formas de vida. Plancton, micro plancton, plásticos y micro plásticos. Organismos redondeados unicelulares o multicelulares, que flotan y chocan entre ellos y rebotan y se hinchan de aire y se aprietan y vuelven a su forma original y se dejan llevar por las corrientes diversas de este mar caliente. Y quizás después se hundiría un poco y se encontraría con medusas de colores diversos o quizás serían sólo las telas de su propio vestido que vería desde fuera mientras se va hundiendo, dejándose llevar.
Y así pasaría el resto del verano, con aquella canción de fondo en bucle, la que dice que todo está bien, todo está mal, si las medusas te reciben con alegría. Y por dentro van cantando, van pensando esta bella canción, con su melodía. No hay más aquí. Por eso déjate llevar, déjate llevar, déjate llevar por estas olas de paz… (1)
Y si todo fuera así, entonces sabría que por fin se ha escapado.
(1) Joe Crepúsculo. El día de las medusas. En el álbum «Nuevo ritmo», 2011.
Agradecimientos: Josep Royo, Manel Margalef, Museo de Arte Moderno de Tarragona, Anna Dot.
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