25 junio – 06 septiembre 2020
Barcelona
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En contraposición a los humanos, que desarrollamos buena parte de nuestra existencia derechos, muchos otros animales permanecen en el mundo en una posición de horizontalidad, apoyando en el suelo su cuerpo y todas sus extremidades, desplazándose con saltos, reptando o deslizándose por las superficies, manteniéndose cerca del nivel del suelo y en algunos casos también del agua, atentos a sus ruidos, a sus cambios de temperatura, a sus leves temblores. Muchos de estos animales no-humanos tienen una facultad que no tenemos nosotros: la capacidad de comunicarse a través de ultrasonidos, de estímulos auditivos que nuestro umbral perceptivo no nos permite reconocer, pero que ellos pueden percibir como vibraciones.
Anna Irina Russell ha investigado estos procesos de comunicación en algunos animales como las ranas, las termitas, las arañas o las langostas verdes, que pueden enviarse información mediante la emisión y la recepción de vibraciones en el sustrato (sea éste el suelo, la superficie del agua, una hoja o una telaraña). Partiendo de estas investigaciones y de sus trabajos anteriores sobre sistemas de comunicación, códigos de interacción y estructuras semióticas de poder y control, la artista ha desarrollado una instalación específica para el espacio de Bombon Projects en que la luz, entendida como una materia escultórica intangible, se transforma en vibración y en reflejo. Aparte de las luces artificiales, en la instalación están también los rayos del sol, que se filtran en el espacio a través de grietas y de algún cristal descubierto. Esta luz, que varía cada día y también va cambiando a lo largo de la jornada, se integra a la instalación como un componente incontrolable, como una agencia creativa autónoma que dialoga y negocia con la de la propia artista.
Todo ello configura un sistema receptivo y cambiante, que se retroalimenta y nunca es el mismo, y que nos habla de procesos de reciprocidad, de escucha, y de una fortaleza que no reside en la inmutabilidad, sino en la interdependencia y la transformación constante.
Es una propuesta que intenta desestabilizar la hegemonía del régimen sensorial de los humanos, predominantemente visual, e introducir en el espacio un repertorio de vibraciones a través de campos magnéticos, que nos recuerdan que no todo lo que nosotros vemos tiene una naturaleza sólo visible; que hay fenómenos, como la luz, que otros seres vivos perciben como vibraciones, como sonidos, o como calor.
Russell, pues, presta atención a los procesos de emisión y detección de señales vibratorios en las relaciones animales, y observa como este tipo de comunicación difiere de la humana, en la que predomina la información visual y sonora, en especial aquella vinculada al lenguaje. Pero la artista se interesa también, y de una manera especial, por cómo en estos actos comunicativos se generan mensajes no intencionados, que sitúan el emisor en una posición de vulnerabilidad. Se trata, a menudo, de información residual o colateral derivada del mensaje principal que el emisor quiere transmitir, señales que el animal envía involuntariamente o sin ser consciente, y que fácilmente pueden convertirlo en presa de sus depredadores, capaces también de recibir y reconocer estos otros mensajes. Un ejemplo sería el de la rana de árbol, que en su grito de cortejo genera sobre el agua ondas y vibraciones que los murciélagos y otros depredadores suyos pueden reconocer. Incluso si la rana detecta la presencia de algún murciélago amenazando y deja de emitir este sonido, las vibraciones sobre la superficie acuática perduran, como un mensaje residual y rastreable que aún la pone en peligro. Otro ejemplo sería el de la langosta verde macho, que para cortejar la hembra produce un chirrido que hace vibrar el sustrato. La langosta hembra escucha este chirrido, y también capta los ultrasonidos en forma de vibración; pero la araña es también capaz de detectarlos, y fácilmente puede atrapar la langosta emisora. De este modo, algo tan asertivo como un grito de cortejo, un acto comunicativo que de por sí expresa una voluntad relacional, una predisposición a abrirse al mundo y a los demás, se convierte en estas situaciones en un peligro, una trampa.
A pesar de las diferencias formales que separan este sistema de comunicación animal del humano, la artista observa en el fenómeno de la emisión involuntaria de señales rastreables un paralelismo con ciertas formas de vigilancia y control omnipresentes en los sistemas de comunicación tecnológica empleados por las personas. Es pertinente referir cómo muchas de estas tecnologías se originan en el campo científico y militar, y cómo en ser implementadas en el conjunto de la sociedad adoptan formas y funcionalidades que las hacen más amables, pero sin dejar nunca de operar como estructuras de vigilancia y control. Se llega así a una situación paradójica, en la que como usuarios nos parece disponer de una cantidad de información inconmensurable, aparentemente transparente y siempre a nuestro alcance, pero que en contrapartida genera también la circulación de un ingente número de datos sobre nuestra persona que nos es notablemente opaco e inaccesible. El título de la exposición de Anna Irina Russell, en este sentido, puede leerse como un aviso, como un enunciado que nos advierte que tanta información puede ser cegadora, y que quizás nos priva de ver algo esencial, como un peligro o una trampa.
Pero al igual que las superficies viniladas que cubren los cristales de la galería, esta opacidad tiene también algunas grietas, y “Una luz cegadora” nos da quizás pistas sobre cómo detectarlas y hacer uso. Si de una manera indirecta el proyecto de Russell nos hace pensar en estas áreas opacas de la comunicación tecnológica humana, regida sobre todo por inteligencias artificiales, su instalación nos invita a acercarnos también a otras inteligencias no humanas pero naturales, como las de ciertos ecosistemas y las de algunos animales. Y es aquí cuando se hace pertinente pensar en la langosta verde, que para evadir la araña puede llegar a emitir la misma vibración que el viento, y confundir así su depredadora. O en la rana de árbol, que para evitar ser devorada durante el cortejo, aprende a sincronizar su grito con el de otras ranas, y en esta señal de amor unísono, engaña al murciélago. Quizás la manera de soslayar estas formas de control omnipresente es escaparse por las rendijas amando como un singular plural, y simular siendo viento, o luz, o agua.
Alexandra Laudo [Heroínas de la Cultura]
Actividades relacionadas:
- 15/07 a las 19h: Visita comentada a la exposición “Una luz cegadora” a cargo de Anna Irina Russell
- Visita comentada nocturna (fecha y horario por confirmar)
- 03/09 a las 18h: Lectura performativa en el marco de la instalación “Una luz cegadora” a cargo de Anna Irina Russell y Xavier Rodríguez Martín.